Ver y leer
Tal vez es inevitable recomendar una película en este espacio dedicado a los libros: “Días de campo”, de Raúl Ruiz. La relación entre cine y literatura por lo general produce buenos frutos, y en este caso, como en otros filmes del chileno radicado en Francia (recordemos “Palomita blanca”), el placer audiovisual tiende a despertar un deseo de leer semejante a cuando un libro nos hace desear verlo convertido en película. Ruiz vino de visita y en diez días filmó las escenas de una adaptación cinematográfica de los fantasmas de la chilenidad. Basado sin amarras en dos cuentos de Federico Gana (“La señora” y “Paulita”), el director y guionista nos envuelve en la atmósfera onírica de un Chile congelado en el tiempo, mediante una producción que es un luminoso poema arrojado sobre el telón. Nos reímos de los absurdos, de esas situaciones y diálogos llenos de chilenismos, de lugares comunes de nuestro lenguaje que allí resuenan de un modo nuevo, con un sentido que se multiplica y escapa, en fin, eso es poesía.
Pese a la risa, no puede eludirse la sensación de tristeza que le viene del origen literario. Nuestra narrativa se sostiene, salvo raras excepciones, sobre un estado de “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente”, como tan hermosamente define el diccionario a la melancolía. “Chile es un país muy melancólico”, dijo Ruiz. Tal vez ello se deba a aquella orfandad sobre la que un crítico fundamentaba toda la literatura chilena. La figura del guacho parece una solapada institución, una condición estructural de nuestra conciencia colectiva. Pensemos en Diego de Almagro, que hizo sólo eso, descubrirnos e irse, porque la vastedad opaca de las tierras del norte no ofrecía los brillos de la fortuna. Y quedamos imaginariamente solos en el origen de nuestra historia. Pedro de Valdivia tuvo que convertirse en un escritor de cartas casi fabulosas para atraer la esquiva atención de la corona española. Nuestro héroe máximo tuvo que levantarse desde la ignominia de su condición bastarda para alcanzar su gloria y el poder para legitimar su propia situación. Coherentemente, su padre era el virrey del Perú, no de Chile, territorio que nunca tuvo la relevancia suficiente para alcanzar el virreinato.
Perdidos en el extremo del mundo, ignorados, abandonados, no quedaba otra que engendrar una literatura de la tristeza, llorona a veces, en las que la figura del huérfano, tal como aparece en “Días de campo”, o del abandonado, el hambriento, el superviviente al borde de la extinción, se imponen como nuestros arquetipos. Es cuestión de recordar algunos relatos, como el del muchacho que trama el modo de tomarse un vaso de leche en un pequeño local y luego huir, pero que finalmente se derrumba sobre la mesa, vencido por la vergüenza y el desamparo. Quién podría sostener que no se emocionó hasta las lágrimas con “El vaso de leche”, de Manuel Rojas. O “El perro del regimiento”, de Daniel Riquelme, donde un quiltro convertido en mascota de la tropa chilena encuentra una muerte que triza la mirada del asesino y, por supuesto, la del lector. Y “El padre”, de Olegario Lazo Baeza, díganme si no duele leerlo, si no dan ganas de abrazar al viejito, si no indigna ese hijo no huérfano, pero sí malagradecido, arrogante y arribista, que tal vez sea otro de nuestros rostros arquetípicos.
El lector recordará por su cuenta esas lecturas de escuela, y las posteriores, y sacará sus propias conclusiones y evocará sus propias imágenes. La película de Ruiz tiene la virtud de recordarnos eso: que los textos literarios son una ventana a la que uno se asoma no para mirar, sino para imaginar el mundo.
(Escrito en noviembre de 2005)
miércoles, 21 de septiembre de 2011
Por qué leer
Es una pregunta tan fácil de hacer y tan difícil de responder como aquella otra, incontestable, de la que son víctimas los escritores: por qué escribir. Lihn contesta invirtiendo los términos de la interrogante: “porque escribí estoy vivo”. Pero ¿por qué leer? ¿Por qué dedicar un valioso tiempo a descifrar los signos que un hombre o una mujer ha registrado en la soledad de la escritura? Existe en torno a los sistemas pedagógicos una discusión en pleno desarrollo, en la que se expresa la disyuntiva entre la educación de la disciplina y el rigor y la que postula un aprendizaje lúdico basado en la experiencia personal. En ambas posiciones la lectura es fundamental, pero difieren en el modo en que plantean la tarea a los estudiantes: evaluar la lectura obligatoria de una serie de libros o hacer de la lectura una actividad libre y voluntaria, estimulada desde la infancia. Hasta el momento no hay una receta infalible. Los estímulos positivos no garantizan la formación de un buen lector si en la casa no hay libros ni una familia lectora. Por otra parte, la obligatoriedad tiende a anular el placer.
Leer está o debiera estar en la base de todo planteamiento educativo, porque se supone que desde ahí se construye la mirada que es capaz de trascender las apariencias de la experiencia inmediata. Porque se trata de comprender el mundo que habitamos, el tiempo que vivimos. Esa comprensión no la entrega la televisión abierta. La casi nula actividad mental que se le exige al telespectador actúa más bien como somnífero, como sesión hipnótica sin fines terapéuticos, destinada más bien a ablandar el cerebro para que los mensajes publicitarios no encuentren obstáculos durante su despiadado viaje al centro de nuestros sueños y deseos. Sólo la lectura nos llama de cuerpo entero, pide de nosotros el ejercicio pleno de nuestras facultades intelectuales. Capacidad analítica, espíritu crítico, imaginación.
Un viejo amigo no leía ficción. “La literatura es muy amplia”, decía, citando una frase de Facundo Cabral. Pero se devoraba libros de filosofía, sociología, ensayos, en general, relacionados con el análisis de la realidad. Marcuse, Heidegger, Reich, los textos teóricos de Sartre, lo más lúcido del pensamiento del siglo pasado. Según eso, leer es descubrir los secretos que se esconden en las apariencias inofensivas, en estructuras de poder tan arraigadas que parecen parte de la naturaleza. Leer para develar el verdadero rostro del mundo.
La elección de los libros es, obviamente, personal. Puede obedecer a una búsqueda sistemática, al azar, a los vínculos que unen a unos libros con otros. Fuguet ha dicho que los lectores están renunciando a las “mentiras” de la ficción en favor de las “verdades” de las memorias o autobiografías. No se sabe a qué lectores se refiere. Es más bien una generalización levantada sobre impresiones personales. La calidad de la escritura y el placer de la lectura no están definidos por el género literario. Se puede leer con goce tanto los ensayos como los poemas de Octavio Paz, las biografías de Teiteilboim y las novelas de Javier Marías. Parece depender de cierta coincidencia entre la mirada del autor y el lector, algo que se alimenta con el tiempo, con la lectura constante que permite distinguir voces familiares entre la abundante tinta derramada.
Leer es como jugar. Un niño se entrega a las leyes de sus juegos como si el resto del mundo no existiera. Pero en el fondo sabe que en cualquier momento lo llamarán para comer o hacer las tareas. Sin embargo, en el juego ha aprendido a socializar, a comprender los mecanismos del poder, ha intuido la solidaridad, el amor, el odio, ha enfrentado problemas, ha conocido el sabor de la derrota. La lectura puede parecer un escape, un paréntesis, pero en el fondo es una forma –tal vez la mejor- de entrar en nuestra propia vida.
Leer está o debiera estar en la base de todo planteamiento educativo, porque se supone que desde ahí se construye la mirada que es capaz de trascender las apariencias de la experiencia inmediata. Porque se trata de comprender el mundo que habitamos, el tiempo que vivimos. Esa comprensión no la entrega la televisión abierta. La casi nula actividad mental que se le exige al telespectador actúa más bien como somnífero, como sesión hipnótica sin fines terapéuticos, destinada más bien a ablandar el cerebro para que los mensajes publicitarios no encuentren obstáculos durante su despiadado viaje al centro de nuestros sueños y deseos. Sólo la lectura nos llama de cuerpo entero, pide de nosotros el ejercicio pleno de nuestras facultades intelectuales. Capacidad analítica, espíritu crítico, imaginación.
Un viejo amigo no leía ficción. “La literatura es muy amplia”, decía, citando una frase de Facundo Cabral. Pero se devoraba libros de filosofía, sociología, ensayos, en general, relacionados con el análisis de la realidad. Marcuse, Heidegger, Reich, los textos teóricos de Sartre, lo más lúcido del pensamiento del siglo pasado. Según eso, leer es descubrir los secretos que se esconden en las apariencias inofensivas, en estructuras de poder tan arraigadas que parecen parte de la naturaleza. Leer para develar el verdadero rostro del mundo.
La elección de los libros es, obviamente, personal. Puede obedecer a una búsqueda sistemática, al azar, a los vínculos que unen a unos libros con otros. Fuguet ha dicho que los lectores están renunciando a las “mentiras” de la ficción en favor de las “verdades” de las memorias o autobiografías. No se sabe a qué lectores se refiere. Es más bien una generalización levantada sobre impresiones personales. La calidad de la escritura y el placer de la lectura no están definidos por el género literario. Se puede leer con goce tanto los ensayos como los poemas de Octavio Paz, las biografías de Teiteilboim y las novelas de Javier Marías. Parece depender de cierta coincidencia entre la mirada del autor y el lector, algo que se alimenta con el tiempo, con la lectura constante que permite distinguir voces familiares entre la abundante tinta derramada.
Leer es como jugar. Un niño se entrega a las leyes de sus juegos como si el resto del mundo no existiera. Pero en el fondo sabe que en cualquier momento lo llamarán para comer o hacer las tareas. Sin embargo, en el juego ha aprendido a socializar, a comprender los mecanismos del poder, ha intuido la solidaridad, el amor, el odio, ha enfrentado problemas, ha conocido el sabor de la derrota. La lectura puede parecer un escape, un paréntesis, pero en el fondo es una forma –tal vez la mejor- de entrar en nuestra propia vida.
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