miércoles, 21 de septiembre de 2011

Ver y leer (Homenaje a Raúl Ruiz)

Ver y leer

Tal vez es inevitable recomendar una película en este espacio dedicado a los libros: “Días de campo”, de Raúl Ruiz. La relación entre cine y literatura por lo general produce buenos frutos, y en este caso, como en otros filmes del chileno radicado en Francia (recordemos “Palomita blanca”), el placer audiovisual tiende a despertar un deseo de leer semejante a cuando un libro nos hace desear verlo convertido en película. Ruiz vino de visita y en diez días filmó las escenas de una adaptación cinematográfica de los fantasmas de la chilenidad. Basado sin amarras en dos cuentos de Federico Gana (“La señora” y “Paulita”), el director y guionista nos envuelve en la atmósfera onírica de un Chile congelado en el tiempo, mediante una producción que es un luminoso poema arrojado sobre el telón. Nos reímos de los absurdos, de esas situaciones y diálogos llenos de chilenismos, de lugares comunes de nuestro lenguaje que allí resuenan de un modo nuevo, con un sentido que se multiplica y escapa, en fin, eso es poesía.
Pese a la risa, no puede eludirse la sensación de tristeza que le viene del origen literario. Nuestra narrativa se sostiene, salvo raras excepciones, sobre un estado de “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente”, como tan hermosamente define el diccionario a la melancolía. “Chile es un país muy melancólico”, dijo Ruiz. Tal vez ello se deba a aquella orfandad sobre la que un crítico fundamentaba toda la literatura chilena. La figura del guacho parece una solapada institución, una condición estructural de nuestra conciencia colectiva. Pensemos en Diego de Almagro, que hizo sólo eso, descubrirnos e irse, porque la vastedad opaca de las tierras del norte no ofrecía los brillos de la fortuna. Y quedamos imaginariamente solos en el origen de nuestra historia. Pedro de Valdivia tuvo que convertirse en un escritor de cartas casi fabulosas para atraer la esquiva atención de la corona española. Nuestro héroe máximo tuvo que levantarse desde la ignominia de su condición bastarda para alcanzar su gloria y el poder para legitimar su propia situación. Coherentemente, su padre era el virrey del Perú, no de Chile, territorio que nunca tuvo la relevancia suficiente para alcanzar el virreinato.
Perdidos en el extremo del mundo, ignorados, abandonados, no quedaba otra que engendrar una literatura de la tristeza, llorona a veces, en las que la figura del huérfano, tal como aparece en “Días de campo”, o del abandonado, el hambriento, el superviviente al borde de la extinción, se imponen como nuestros arquetipos. Es cuestión de recordar algunos relatos, como el del muchacho que trama el modo de tomarse un vaso de leche en un pequeño local y luego huir, pero que finalmente se derrumba sobre la mesa, vencido por la vergüenza y el desamparo. Quién podría sostener que no se emocionó hasta las lágrimas con “El vaso de leche”, de Manuel Rojas. O “El perro del regimiento”, de Daniel Riquelme, donde un quiltro convertido en mascota de la tropa chilena encuentra una muerte que triza la mirada del asesino y, por supuesto, la del lector. Y “El padre”, de Olegario Lazo Baeza, díganme si no duele leerlo, si no dan ganas de abrazar al viejito, si no indigna ese hijo no huérfano, pero sí malagradecido, arrogante y arribista, que tal vez sea otro de nuestros rostros arquetípicos.
El lector recordará por su cuenta esas lecturas de escuela, y las posteriores, y sacará sus propias conclusiones y evocará sus propias imágenes. La película de Ruiz tiene la virtud de recordarnos eso: que los textos literarios son una ventana a la que uno se asoma no para mirar, sino para imaginar el mundo.

(Escrito en noviembre de 2005)

Por qué leer

Es una pregunta tan fácil de hacer y tan difícil de responder como aquella otra, incontestable, de la que son víctimas los escritores: por qué escribir. Lihn contesta invirtiendo los términos de la interrogante: “porque escribí estoy vivo”. Pero ¿por qué leer? ¿Por qué dedicar un valioso tiempo a descifrar los signos que un hombre o una mujer ha registrado en la soledad de la escritura? Existe en torno a los sistemas pedagógicos una discusión en pleno desarrollo, en la que se expresa la disyuntiva entre la educación de la disciplina y el rigor y la que postula un aprendizaje lúdico basado en la experiencia personal. En ambas posiciones la lectura es fundamental, pero difieren en el modo en que plantean la tarea a los estudiantes: evaluar la lectura obligatoria de una serie de libros o hacer de la lectura una actividad libre y voluntaria, estimulada desde la infancia. Hasta el momento no hay una receta infalible. Los estímulos positivos no garantizan la formación de un buen lector si en la casa no hay libros ni una familia lectora. Por otra parte, la obligatoriedad tiende a anular el placer.
Leer está o debiera estar en la base de todo planteamiento educativo, porque se supone que desde ahí se construye la mirada que es capaz de trascender las apariencias de la experiencia inmediata. Porque se trata de comprender el mundo que habitamos, el tiempo que vivimos. Esa comprensión no la entrega la televisión abierta. La casi nula actividad mental que se le exige al telespectador actúa más bien como somnífero, como sesión hipnótica sin fines terapéuticos, destinada más bien a ablandar el cerebro para que los mensajes publicitarios no encuentren obstáculos durante su despiadado viaje al centro de nuestros sueños y deseos. Sólo la lectura nos llama de cuerpo entero, pide de nosotros el ejercicio pleno de nuestras facultades intelectuales. Capacidad analítica, espíritu crítico, imaginación.
Un viejo amigo no leía ficción. “La literatura es muy amplia”, decía, citando una frase de Facundo Cabral. Pero se devoraba libros de filosofía, sociología, ensayos, en general, relacionados con el análisis de la realidad. Marcuse, Heidegger, Reich, los textos teóricos de Sartre, lo más lúcido del pensamiento del siglo pasado. Según eso, leer es descubrir los secretos que se esconden en las apariencias inofensivas, en estructuras de poder tan arraigadas que parecen parte de la naturaleza. Leer para develar el verdadero rostro del mundo.
La elección de los libros es, obviamente, personal. Puede obedecer a una búsqueda sistemática, al azar, a los vínculos que unen a unos libros con otros. Fuguet ha dicho que los lectores están renunciando a las “mentiras” de la ficción en favor de las “verdades” de las memorias o autobiografías. No se sabe a qué lectores se refiere. Es más bien una generalización levantada sobre impresiones personales. La calidad de la escritura y el placer de la lectura no están definidos por el género literario. Se puede leer con goce tanto los ensayos como los poemas de Octavio Paz, las biografías de Teiteilboim y las novelas de Javier Marías. Parece depender de cierta coincidencia entre la mirada del autor y el lector, algo que se alimenta con el tiempo, con la lectura constante que permite distinguir voces familiares entre la abundante tinta derramada.
Leer es como jugar. Un niño se entrega a las leyes de sus juegos como si el resto del mundo no existiera. Pero en el fondo sabe que en cualquier momento lo llamarán para comer o hacer las tareas. Sin embargo, en el juego ha aprendido a socializar, a comprender los mecanismos del poder, ha intuido la solidaridad, el amor, el odio, ha enfrentado problemas, ha conocido el sabor de la derrota. La lectura puede parecer un escape, un paréntesis, pero en el fondo es una forma –tal vez la mejor- de entrar en nuestra propia vida.

martes, 9 de junio de 2009

Notas al margen sobre notas al margen

El comentarista de libros puede compararse con un veterano de las artes amatorias: ha perdido la inocencia de las primeras lecturas. Y no sólo eso. Así como el amante inexperto suele caer en el vértigo de su propio placer, casi ajeno a la subjetividad que se agita más allá de su cuerpo, el lector incipiente ignora las trampas y artificios que le tiende el autor y cae redondito en el regocijo de la ficción; por su parte, el donjuán es capaz de controlar los factores que intervienen en el gran teatro de la seducción, entre ellos los avances y retrocesos, las dudas y osadías, las licencias y arrepentimientos, e incluso (y más fácilmente) los sentimientos de la incauta víctima o los recovecos y umbrales del misterioso placer femenino, lo que se asemeja bastante a los desdoblamientos que el crítico ha desarrollado en el ejercicio de la hermenéutica y que consiste principalmente en convertirse en el solo acto de la lectura en el autor (real e implícito), el narrador, el lector (ideal y real) y en todos los otros inventos de la academia literaria, de modo que el sencillo disfrute de las palabras, de la armonía indivisible de forma y contenido, es experimentado apenas por el uno por ciento de ese organismo vivo que es el lector profesional.
Visto de otro modo: lo que antes era juego ahora es un trabajo, lo cual le quita, por supuesto, gran parte si no todo el encanto a esa diversión silenciosa y solitaria. Más todavía cuando los textos no siempre llegan a las manos del crítico por su propia voluntad y gusto, sino por los envíos no siempre afortunados de una editorial, de la tía de un amigo o, en el peor de los casos, del amigo mismo, que le ha parecido un buen momento publicar y que da por descontado que en la columna literaria de su compinche el destino jugará a su favor.
Lo anterior es sólo respecto de la tarea que precede a la concreción del acto crítico, porque después viene el desvanecimiento progresivo de las pocas emociones que han logrado sobrevivir a la lectura racional en virtud de otro proceso: la búsqueda de unos cuántos adjetivos bien puestos, la aplicación de algunos conceptos de teoría literaria y un resumen del texto. Lo primero tiene que ver con el estilo del comentarista, lo segundo con sus conocimientos específicos y lo tercero con su buena voluntad o su flaqueza en alguna o ambas de las dos condiciones anteriores. Para cada una de esas variables se puede determinar una virtud y un vicio.
El estilo del comentarista puede ser una fuente de gozo estético sin importar que el libro al que se refiere sea pésimo y lo pondere como una obra genial o si es excelente y lo condene a la hoguera. El placer de una crítica bien escrita puede tener el efecto de hacer olvidar la obra de referencia y convertirse ella misma en un texto autónomo, que se solaza y revuelca en su propia autosatisfacción.
Los conocimientos de teoría de la literatura pueden ser iluminadores o cegadores. En efecto, la aplicación de un método pertinente puede abrir un camino fructífero hacia la comprensión de los complejos universos ficticios, pero muchas veces la utilización de una jerigonza de especialista se convierte en un muro infranqueable para el potencial lector de la obra comentada.
En no pocas ocasiones, la confabulación de un estilo enrevesado y la arrogancia de una jerga desmedida crea engendros que quieren parecer inteligentes pero que terminan siendo simplemente incomprensibles.
No siempre ocurre que el crítico tenga la buena voluntad de informar someramente acerca de lo que trata una novela, un poemario o libro de cuentos. Cuando lo hace, se espera por supuesto que no rebele detalles que el autor quiere dar a conocer en un momento determinado y no antes.
Se espera, en suma, que el comentarista recomiende o no un libro, luego de ofrecer algunos antecedentes que le permitan al lector disentir o estar de acuerdo con su juicio.
Lo ideal es que el comentario se ofrezca como el primer movimiento de un discurso que debe prolongarse luego en boca de los lectores, en una suerte de diálogo interminable que puede llegar a fortalecer, debilitar o neutralizar al texto objeto del discurso.

Por otra parte, la sensación de poder que proviene de ver una opinión fijada con tinta en los periódicos es completamente ilusoria. Y, a veces, esa ilusión ha generado discusiones y rencillas estériles, objeto de un chismorreo periodístico que en nada incumbe a esas palabras que en el libro esperan pacientemente eso que llaman el juicio del tiempo.
¿Necesitan los autores o los lectores a los críticos literarios? Un supuesto es que la crítica tiene como finalidad educar el gusto del público, pero, ¿quién certifica la competencia de un crítico? Normalmente es un periodista que le gusta leer o un profesor o un escritor sin demasiado éxito quien ejerce el oficio. Su autoridad suele validarse con el tiempo o simplemente establece una especie de dictadura del gusto que obedece más a sus preferencias personales que a un método objetivo de valoración estética. Sin embargo, un lector interesado en informarse opta con frecuencia por los suplementos literarios antes de gastarse parte de su sueldo en una compra indiscriminada de libros. Ante el potencialmente infinito catálogo bibliográfico existente en el mundo, el crítico puede ayudar al menos como consejero a la hora de invertir en cultura. Si no tenía razón al recomendar un libro, el lector lo sabrá después y el daño económico ya estará hecho, pero podríamos decir que se ha enriquecido al contrastar su propia opinión con la del crítico despistado.
Los autores desconfían de los críticos cuando no los odian. Lo que no logran hacer es ignorarlos. Hace poco, Adolfo Pardo, escritor y director del sitio Crítica.cl, escribió un largo artículo donde se defendía minuciosamente de la demoledora crítica que José Promis le dedicó a su novela La silla de ruedas (título horrible, según otro crítico que sin embargo sí la trató bien). Parte de los motivos de esa reacción es la posición privilegiada del crítico, cuya tribuna (Revista de Libros de El Mercurio) tiene una amplia difusión en el ámbito de la –restringida– cultura libresca chilena. Ese privilegio constituye, para el autor, una multiplicación del daño, un menoscabo incontrolable que se extiende en la medida que los lectores de la columna de Promis consideren su opinión como un buen argumento para no comprar el libro de Pardo. Sin embargo, una vez más el daño es irreparable, pese a las pataletas justificadas del autor. Y quién sabe si el libro tendrá la oportunidad de defenderse solo cuando se ha sembrado la duda sobre él.
En los tiempos de Alone, y más tarde en los oscuros de Valente, no faltaba quien afirmara que era mejor una crítica negativa a ninguna. El crítico daba una especie de certificado de nacimiento que daba fe de la existencia de un autor. Hoy en día, el autor prefiere una buena crítica o ninguna.
Las editoriales, por su parte, tienen la secreta estrategia de utilizar a los críticos como publicistas ad honorem de sus publicaciones. Como casi no invierten en avisaje, cuentan con estos sacrificados obreros del buen gusto para introducir en el mercado un nuevo producto del ya probado autor de turno.
Si son o no necesarios los críticos parece no ser el planteamiento adecuado. ¿Son necesarias las enfermedades? Uno contestaría que no, pero existen y hay que acostumbrarse a ellas y tener en casa un buen antibiótico.

Literatura y vida

“El arte y la vida no son lo mismo, pero deben convertirse en mí en algo unitario”, escribía Mijail Bajtin, uno de los más influyentes teóricos de la literatura, en 1919. Era la conclusión a la que llegaba después de reflexionar acerca de la distancia que existe entre la creación artística y la existencia cotidiana. Navegando en el mismo sentido que las vanguardias de principios del siglo veinte, el maestro ruso entendía que el acto creativo debía dejar de ser una torre de marfil y, por el contrario, tenía el deber de constituir una continuidad consecuente y responsable de la vida real. ¿Es acaso eso posible? ¿Se puede vivir artísticamente? ¿La realidad podría tolerar una actitud permanentemente creativa? Atrapados como estamos en una sociedad que reclama de nosotros los actos monótonos y repetitivos de la producción en serie (no sólo de objetos sino de actitudes), la propuesta de Bajtin es más una utopía que una posibilidad.
En el siglo diecinueve, Arthur Rimbaud convocaba a cambiar la vida y a convertirse en poeta vidente mediante “un largo, inmenso y razonado desorden de todos los sentidos”. La poesía ya no era, entonces, un mero trabajo intelectual ni el fruto de la inspiración, sino el efecto de una tarea que buscaba modificar los modos de comportarse y de percibir la realidad. En los hechos, Rimbaud se convirtió en un adolescente brillante y escandaloso, cuya impertinencia y arrogancia irritaban a quienes compartían con él las interminables sesiones de bohemia parisina, y que finalmente terminó renunciando a la literatura para dedicarse a oscuras actividades y sórdidas aventuras en una vida breve pero intensa. Su acto de desaparición como poeta es tal vez parte de esa rebelión en contra de las buenas costumbres, una provocación extrema contra el arte de escribir, ese ejercicio que ha sido casi siempre patrimonio de las clases dominantes. Con ese giro misterioso, el gran maldito parecía confirmar el divorcio irreversible al que están condenados la poesía y la existencia pragmática.
La misma literatura ha mostrado en sus ficciones el abismo entre la realidad y los mundos imaginarios de tinta negra. Don Quijote, por ejemplo, se autoinventa a partir de modelos librescos, pero la realidad no está diseñada para recibir su figura delirante. Raskolnikov, el febril personaje de Dostoiesvski, asesina y roba a una vieja arpía basándose en profundas elucubraciones surgidas de una conciencia que habita más en los libros que fuera de ellos. Allí no hay continuidad, sino fisura catastrófica.
En sentido contrario, Cortázar creó un puente ficticio en el cuento “Continuidad de los parques”, donde un hombre sentado cómodamente en su sillón de terciopelo verde lee una novela de amores clandestinos, en cuya trama él mismo desempeña un rol fundamental: es el obstáculo que los protagonistas deben sortear para dar rienda suelta a su relación prohibida.
Algo semejante sucede en La historia interminable, de Michael Ende, que con el recurso de la novela dentro de la novela nos narra las desdichas de un niño que después de huir del acoso de sus crueles compañeros, se oculta en un sótano del colegio y se evade con la lectura de un libro que ha robado de una librería de viejo (con el silencioso consentimiento del librero). En ese libro lee la historia de Fantasía, un territorio lleno de maravillas que está siendo devastado por la Nada. A medida que avanza su lectura y la nuestra, el niño irá descubriendo poco a poco, desde la incredulidad total hasta el absoluto convencimiento, que la única forma de salvar a Fantasía es que él se convierta en protagonista de la historia.
Así, literatura y vida mantienen una relación hecha de atracciones y rechazos. Tal vez no habrá matrimonio, pero un amorío irresoluto o una simple mirada cómplice bastan para que ambas se iluminen mutuamente. O caminen dando tumbos en medio de la oscuridad.

En cualquier caso, tanto la vida como la literatura han hecho grandes esfuerzos por desacreditarse mutuamente. El sentido común indica que no hay que tomarse demasiado en serio las ficciones, mientras una cantidad no despreciable de libros se empeñan en socavar la seguridad del mundo que se ofrece a nuestros cinco sentidos.
Dudar de la consistencia de la realidad ha sido un tema recurrente en la literatura. En uno de los relatos del Libro de los ejemplos, del conde Lucanor, un ambicioso párroco le pide a un brujo que utilice sus artes de hechicería para ascender rápidamente en el escalafón del clero, solicitud que al principio el hechicero le niega, porque sospecha que una vez que haya conseguido los altos puestos a los que aspira sólo recibirá desprecio. El sacerdote insiste y el hechicero finalmente acepta, con la condición de que le conceda un puesto a un pariente suyo cuando logre su objetivo. Manda entonces a preparar unas perdices para la cena y emprenden juntos el camino. Logra así el canónigo un rápido ascenso en la jerarquía católica y cada vez que asume un alto cargo posterga los requerimientos del brujo. Cuando se convierte en sumo pontífice gracias a las artes mágicas del hechicero no sólo le niega la recompensa sino que lo expulsa y lo amenaza con las penas del infierno por ejercer un oficio pagano. En ese preciso instante se desvanece todo a su alrededor y el cura se ve en la casa del hechicero y comprueba perplejo que todo ha sido una ilusión. El brujo le dice entonces que ni siquiera se merece su parte de las perdices preparadas para la cena y lo despide.
No es casual que Jorge Luis Borges escribiera una versión de aquel cuento medieval, incluido en La historia universal de la infamia, bajo el título “El brujo postergado”. Un tema central en la obra de Borges es precisamente la incertidumbre de lo real, la ilusoria apariencia del mundo. Ahí está, por ejemplo, el cuento “Las ruinas circulares”, cuya historia es devorada por la omnipresencia del sueño, o “El otro”, donde dialoga un casi ciego y conservador Borges con un Borges joven, entusiasta e idealista, y sólo al final se sabe quién sueña a quién. De la escritura del escritor argentino puede deducirse una mirada que enfrenta la vida y sus fenómenos con una actitud de radical extrañeza, de modo que el universo entero se presenta como un hecho fantástico, un delirio propio de los estados oníricos. En el cuento “El libro de arena”, el narrador, ante la evidencia de un libro monstruoso que contenía infinita cantidad de páginas, reflexiona: “De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas”. Lo fantástico, lo sobrenatural, el sueño, tienden a contaminar los espacios cotidianos, desestabilizan la certeza de lo conocido y producen una especie de enajenación sensorial que permite, por ejemplo, ver como si fuera la primera vez una mesa, un árbol, a tu padre.
Para Kafka, su padre era una pesadilla y, según parece, una de las oscuras causas que llevaron al autor checo a crear las más originales y tortuosas ficciones del siglo veinte. Tres novelas inconclusas, el relato La metamorfosis y una serie de cuentos breves, además de un diario y su epistolario (todos textos rescatados del fuego al que estaban destinados por la voluntad del autor expresada antes de morir), son los soportes de un mundo que tiene la apariencia inofensiva de una ciudad tranquila, pero las leyes o reglas que lo rigen permanecen en el más absoluto misterio. Kafka nos relata en La Metamorfosis el sufrimiento de un hombre que amanece convertido en un monstruoso insecto, pero jamás se toma la molestia de explicarnos por qué ocurrió, sólo le interesa seguir los tortuosos padecimientos del personaje y los esfuerzos de la familia por tratar de que todo vuelva a la normalidad. En El proceso, Josef K. enfrenta un juicio sin conocer jamás de qué se le acusa y pese a todos sus afanes racionales termina ejecutado “como un perro” sin llegar a entender qué leyes ha infringido.
El mundo de Kafka se muestra con una lógica extrema, tan ajustada a los acontecimientos cotidianos que se pasa de largo y se encuentra de lleno en el mundo de lo absurdo. Lo fantástico en Kafka está dado por la ausencia de explicación. Pone en evidencia un hecho fundamental: vivir –ejecutar el acto de vivir con todas sus variantes– no tiene justificación alguna o, si la tiene, no nos es posible conocerla. Desde esa perspectiva, los actos cotidianos, desprovistos de finalidad, se convierten en una pantomima obsesiva e inútil, una farsa o un mal sueño.
Tanto Borges como Kafka construyen mundos parecidos a los sueños como una forma de mantenernos despiertos.

La vida podría ser un sueño, con sobresaltos, instantes placenteros, pesadillas, fugaces sensaciones de dicha eterna. Y morir sería despertar a lo que verdaderamente somos: nada. Ahora, si esto no es un sueño, lo peor que podríamos hacer es vivir como si estuviéramos dormidos. Arrastrar una modorra de ojos cerrados durante el trayecto del único tiempo que tenemos parece una muerte segura. Claro que la realidad tiene poderes hipnóticos capaces de atraparnos en su red somnífera. La costumbre, la televisión, el trabajo rutinario, el consumo voraz, la conciencia devorada por banalidades, todo ello puede convertir a un ser humano en un ser durmiente, con un tren pasando por encima sin que dé señales de vida.
A veces, hay que leer un cuento para despertar. En el filme “La vida acuática con Steve Zissou”, una mujer lee en voz alta los seis tomos de una novela al hijo que lleva en su vientre, mientras escucha a Mozart. Tal vez eso sea excesivo, pero ninguna locura debiera ser descartada. En otra película, “Smoke”, un escritor debe entregar a su editor un cuento de Navidad, pero no logra crear una buena historia. Entonces, el dueño del negocio de la esquina le ofrece contarle una experiencia personal a cambio de un almuerzo. Lo que le narra es lo que Paul Auster publicó después como “El Cuento de Navidad de Auggie Wren”, un relato sobre ladrones, una viejecilla ciega y una vocación artística nacida gracias al robo de una cámara fotográfica. Auster logra eludir el sentimentalismo sin escamotear la emoción e instala un dilema ético sin disolverlo en moralina.

Si la literatura no es un calco de la vida, al menos imagino un delgado hilo que los conecta y que permite un tránsito de equilibrista entre ambos territorios. Ese frágil vínculo permite rescatar de los dominios imaginarios un sentido, una finalidad, una actitud que podemos transportar hacia los precarios lugares de nuestra vida cotidiana.
Si la vida no es una novela interminable, sino un relato breve con final abrupto, habría que estar muy atento a esas pocas páginas en las que algo va a suceder de un momento a otro, en las que algo está sucediendo en este mismo instante.