martes, 9 de junio de 2009

Notas al margen sobre notas al margen

El comentarista de libros puede compararse con un veterano de las artes amatorias: ha perdido la inocencia de las primeras lecturas. Y no sólo eso. Así como el amante inexperto suele caer en el vértigo de su propio placer, casi ajeno a la subjetividad que se agita más allá de su cuerpo, el lector incipiente ignora las trampas y artificios que le tiende el autor y cae redondito en el regocijo de la ficción; por su parte, el donjuán es capaz de controlar los factores que intervienen en el gran teatro de la seducción, entre ellos los avances y retrocesos, las dudas y osadías, las licencias y arrepentimientos, e incluso (y más fácilmente) los sentimientos de la incauta víctima o los recovecos y umbrales del misterioso placer femenino, lo que se asemeja bastante a los desdoblamientos que el crítico ha desarrollado en el ejercicio de la hermenéutica y que consiste principalmente en convertirse en el solo acto de la lectura en el autor (real e implícito), el narrador, el lector (ideal y real) y en todos los otros inventos de la academia literaria, de modo que el sencillo disfrute de las palabras, de la armonía indivisible de forma y contenido, es experimentado apenas por el uno por ciento de ese organismo vivo que es el lector profesional.
Visto de otro modo: lo que antes era juego ahora es un trabajo, lo cual le quita, por supuesto, gran parte si no todo el encanto a esa diversión silenciosa y solitaria. Más todavía cuando los textos no siempre llegan a las manos del crítico por su propia voluntad y gusto, sino por los envíos no siempre afortunados de una editorial, de la tía de un amigo o, en el peor de los casos, del amigo mismo, que le ha parecido un buen momento publicar y que da por descontado que en la columna literaria de su compinche el destino jugará a su favor.
Lo anterior es sólo respecto de la tarea que precede a la concreción del acto crítico, porque después viene el desvanecimiento progresivo de las pocas emociones que han logrado sobrevivir a la lectura racional en virtud de otro proceso: la búsqueda de unos cuántos adjetivos bien puestos, la aplicación de algunos conceptos de teoría literaria y un resumen del texto. Lo primero tiene que ver con el estilo del comentarista, lo segundo con sus conocimientos específicos y lo tercero con su buena voluntad o su flaqueza en alguna o ambas de las dos condiciones anteriores. Para cada una de esas variables se puede determinar una virtud y un vicio.
El estilo del comentarista puede ser una fuente de gozo estético sin importar que el libro al que se refiere sea pésimo y lo pondere como una obra genial o si es excelente y lo condene a la hoguera. El placer de una crítica bien escrita puede tener el efecto de hacer olvidar la obra de referencia y convertirse ella misma en un texto autónomo, que se solaza y revuelca en su propia autosatisfacción.
Los conocimientos de teoría de la literatura pueden ser iluminadores o cegadores. En efecto, la aplicación de un método pertinente puede abrir un camino fructífero hacia la comprensión de los complejos universos ficticios, pero muchas veces la utilización de una jerigonza de especialista se convierte en un muro infranqueable para el potencial lector de la obra comentada.
En no pocas ocasiones, la confabulación de un estilo enrevesado y la arrogancia de una jerga desmedida crea engendros que quieren parecer inteligentes pero que terminan siendo simplemente incomprensibles.
No siempre ocurre que el crítico tenga la buena voluntad de informar someramente acerca de lo que trata una novela, un poemario o libro de cuentos. Cuando lo hace, se espera por supuesto que no rebele detalles que el autor quiere dar a conocer en un momento determinado y no antes.
Se espera, en suma, que el comentarista recomiende o no un libro, luego de ofrecer algunos antecedentes que le permitan al lector disentir o estar de acuerdo con su juicio.
Lo ideal es que el comentario se ofrezca como el primer movimiento de un discurso que debe prolongarse luego en boca de los lectores, en una suerte de diálogo interminable que puede llegar a fortalecer, debilitar o neutralizar al texto objeto del discurso.

Por otra parte, la sensación de poder que proviene de ver una opinión fijada con tinta en los periódicos es completamente ilusoria. Y, a veces, esa ilusión ha generado discusiones y rencillas estériles, objeto de un chismorreo periodístico que en nada incumbe a esas palabras que en el libro esperan pacientemente eso que llaman el juicio del tiempo.
¿Necesitan los autores o los lectores a los críticos literarios? Un supuesto es que la crítica tiene como finalidad educar el gusto del público, pero, ¿quién certifica la competencia de un crítico? Normalmente es un periodista que le gusta leer o un profesor o un escritor sin demasiado éxito quien ejerce el oficio. Su autoridad suele validarse con el tiempo o simplemente establece una especie de dictadura del gusto que obedece más a sus preferencias personales que a un método objetivo de valoración estética. Sin embargo, un lector interesado en informarse opta con frecuencia por los suplementos literarios antes de gastarse parte de su sueldo en una compra indiscriminada de libros. Ante el potencialmente infinito catálogo bibliográfico existente en el mundo, el crítico puede ayudar al menos como consejero a la hora de invertir en cultura. Si no tenía razón al recomendar un libro, el lector lo sabrá después y el daño económico ya estará hecho, pero podríamos decir que se ha enriquecido al contrastar su propia opinión con la del crítico despistado.
Los autores desconfían de los críticos cuando no los odian. Lo que no logran hacer es ignorarlos. Hace poco, Adolfo Pardo, escritor y director del sitio Crítica.cl, escribió un largo artículo donde se defendía minuciosamente de la demoledora crítica que José Promis le dedicó a su novela La silla de ruedas (título horrible, según otro crítico que sin embargo sí la trató bien). Parte de los motivos de esa reacción es la posición privilegiada del crítico, cuya tribuna (Revista de Libros de El Mercurio) tiene una amplia difusión en el ámbito de la –restringida– cultura libresca chilena. Ese privilegio constituye, para el autor, una multiplicación del daño, un menoscabo incontrolable que se extiende en la medida que los lectores de la columna de Promis consideren su opinión como un buen argumento para no comprar el libro de Pardo. Sin embargo, una vez más el daño es irreparable, pese a las pataletas justificadas del autor. Y quién sabe si el libro tendrá la oportunidad de defenderse solo cuando se ha sembrado la duda sobre él.
En los tiempos de Alone, y más tarde en los oscuros de Valente, no faltaba quien afirmara que era mejor una crítica negativa a ninguna. El crítico daba una especie de certificado de nacimiento que daba fe de la existencia de un autor. Hoy en día, el autor prefiere una buena crítica o ninguna.
Las editoriales, por su parte, tienen la secreta estrategia de utilizar a los críticos como publicistas ad honorem de sus publicaciones. Como casi no invierten en avisaje, cuentan con estos sacrificados obreros del buen gusto para introducir en el mercado un nuevo producto del ya probado autor de turno.
Si son o no necesarios los críticos parece no ser el planteamiento adecuado. ¿Son necesarias las enfermedades? Uno contestaría que no, pero existen y hay que acostumbrarse a ellas y tener en casa un buen antibiótico.

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